Una furia lenta, a veces más cruel, no ha dejado de caer sobre Trinidad desde la noche de ayer; es decir, ya va un día entero que la ciudad se empeña en cerrarse, mientras yo no dejo de tratar de quebrarla. Ayer, tal vez ya antier, salí por la tarde en busca del norte que "es nuestro sur", (como dice bien el artista oriental, J. Torres G., mucho más relevante como ideólogo que como artista diría yo, lo que, aclaro, no es para nada un juicio estético). Llegué pues al norte para torturarlo con mis pasos tratando de extrerle no sé que y, ya que es ésta la pasarela de la vergüenza, no me queda mas que aceptar que, antes de cualquier otra cosa, algo quería hacer confesar a Palermo. Y ni siquiera fue por las trampas que me puso, entrada la noche de mi llegada, confundiéndome río por valle y llevándome a perder en delirios de boulevares. Tampoco quería los secretos de las cerradas comunidades que alberga. No me interesan, los he visto trabajar antes y sé lo que se requiere para abrir esas puertas. Forzaba mi camino, así, entre las vías del tren y las casas bajas hasta que me alcanzó el atardecer y, sin mediar tregua, cambié de derroteros.
Aún no vencido, regresé a casa (provisional, alquilada y compartida, es verdad, pero si no la pienso así, como Centro, perdería el rumbo todavía más) después una infructuosa parada en el Once. Sin llevar el marcador exacto, en un lugar que sufre de fútbol agudo, hasta entonces no podía reclamar victoria alguna, y derrepente, con un agudísimo dolor en la boca del estómago, recordé que en veinticuatro horas mi alimento total había consistido de un alfajor (de cacao, no lo recomiendo) y un café con leche. Como es de suponer, decidí entonces, con el estómago a la vanguardia, volver a enfrentar al norte... y regresé. No he mencionado que fui, vine y volví en subte pero, las tres veces, sólo hice la mitad del camino en los viejos trenes y la otra mitad con los añejos pies. Sin enredarme aquí otra vez con las revueltas del infructuoso paseo escrutador, decepción tras decepción y a la búsqueda un supuesto Aroma que seguramente imaginé (hasta hoy no lo he encontrado); para más practicidad podemos, de una vez, contar otro tanto para Santa Marya. Ciertamente, no tenía una idea clara de la distancia real entre el norte viejo y el Cementerio cuando decidí bajar hacia el río por una cena decente. A unas cuadras del cementerio, ya bien adentro de Recoleta, comenzaba a llover. Pasaba de la una. Anduve el muy (muy) largo camino y llegué. Pane e vino, en el Village: "hola, ¿tenés mesa?", "¿mesa?, ¿mesa para uno?", "sí", "¿para cenar?", "sí" (alguna cara de hastío tuve que haber hecho), "pasá... por acá". Las conversaciones con la moza -simpática, por lo demás- no fueron muy diferentes. Por miedo de parecer demasiado pobre (diablo) terminé aceptando -y pagando, claro está- el agua embotellada que me ofreció. Para olvidarme de todo ese tono condescendiente, volví a refugiarme en Saramago, pero cuando llegaron el pan de nuez (lo único realmente memorable de la experiencia), los ravioles de muzzarela y la jarra de vino, toda mi atención se ocupó en ellos. Mientras tanto, trás la ventana amplia, seguía lloviendo con intensisdad sobre el Village, el Cementerio y el barrio.
La ruta del regreso me vió hacer un nuevo desvío en dirección oeste. Ya para entonces mis pies habían tomado el control absoluto de la situación. Y es que la retirada de la mentada osteria fue traumática. Por supuesto, no era la primera vez que salía a enfrentar la noche helada del invierno porteño después de una abundante cena y, por lo mismo, tomé mis precauciones: poca comida (en la medida de mis hambrientas y, por eso voraces, posibilidades) y bastante reposo luego de manducar. El reposo lo tuve en una taza de café doble que encontré demasiado amargo y requemado. Lo que nunca tomé en cuenta fue el vino, mezclado con lluvia. Después de temblar y castañear dientes sin rumbo durante unas cinco cuadras me sentí más tibio y francamente borracho (nada alarmante tampoco), y buscando Santa Fe fue que, por segunda vez (como todo acá), encontré el edificio de la Biblioteca Nacional. Saltaba de alegría. Le estuve dando vueltas por un rato, imaginando que regresaba el lunes, y que lo extendía durante años para revisar los volúmenes, para sumergirme en las páginas desconocidas... para desangrarlas. Otra vez. Otra vez el deseo irrefrenable de destripar a la cuidad. Un famosísimo y queridísimo porteño, que sin duda ha de saber algo sobre tormentos del tipo que me aquejan, recomienda "caminar solito" para calmar estas ansias y, así, pasé toda la noche reprimiendo el instinto asesino, hasta bien pasado el amanecer. Y yo hecho ya una sopa...
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Ya que el reloj tampoco perdona en Santa Marya -como en ningún otro lado que conozca-, dejo este capítulo hasta aquí por ahora. Retomo en cuanto pueda (y parece que mis escuetas habilidades para cumplir propósitos han mejorado al sur) y digamos por ahora que aunque yo el tango no lo cante ni lo baile (y por momentos eso es, incluso, triste) también yo tengo penas de bandoneón.
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