Estoy en medio de la noche porteña, perdido en la ciudad de la Santísima Trinidad, junto al los atareados puertos de Santa Marya. Escribo esto más dormido que despierto, pero no logro ya recordar haber despertado alguna vez durante la última semana (los últimos diez días, ¿tal vez?), de cualquier modo hice un acopio de fuerzas antes de rendirme otra vez, para venir a confesarme. Porque he retomado malos hábitos viejos y vicios que creía olvidados en esta que encuentro como la ciudad de las rectificaciones, tantas veces equivocada que tuvo que fundarse dos veces, que se ha movido en el mapa y que se repite infinitas veces sin laberinto... o más bien en el que más temo de todos: el de la repetición infinita. Tiene espacio para hacerlo entre el río más ancho de la tierra (no he decidido aún si se trata de una mar dulce o de un estuario estúpidamente inmenso) y el valle más amplio que se haya visto junto a un río (un inconmensurable valle que llega de aquí a la cordillera, secándose en el camino). Y decía que no lo he decido porque esta Ciudad de la Trinidad y Puerto de Santa Marya las he soñado yo. Algunos les dirán que ciudad, río y planicie ya estaban aquí antes de mi llegada, y otros afirmarán haber venido y tratarán de convencerlos de que yo simplemente estoy ausente; "de viaje" concluirán. Pero yo les digo -y que quede claro de una vez- que Santa María es una ciudad que yo estoy construyendo, y que me equivoca a cada vez.
Tanto es así que he olvidado dotarla de los rudimentos indispensables para describirla y, en resumidas cuentas, casi no tengo forma de escribir. Ni siquiera en papel, porque no le he puesto suficientes bancas (aunque sí muchísimos parques) y escribir de pie nunca ha contado entre mis más brillantes cualidades. No digo con esto, claro está, que Santa Marya sea un mal lugar, todo lo contrario. Es una ciudad generosa que se ofrece y se abre y se muestra, pero en demasía. Es imposible abarcarla, recorrerla. Las calles, al igual que el río y el valle, son descomunales. Cada defecto, Trinidad y Santa Marya lo colma con cualidades que, de tan grandes, pasan a ser mayores defectos todavía. Un ilustre visitante de la ciudad, de apellido Malraux (porque he dicho que la ciudad es mía y de mi invención, pero en ningún momento he pretendido que el lugar no tenga historia centenaria... o más añeja aún) decía que el tal M., ilustre viajero, comentó sobre esta tierra que "es la capital de un imperio que nunca existió". Y es cierto, no me tomaría la molestia de inventarle un imperio a quien no lo necesita. Esta cuidad ya es, en sí, todo el universo que se repite sin cesar, pavoroso, en agua y en tierra una y otra vez.
Decía también que no he podido evitar venir a confesarme a pesar del sueño -o gracias a él. Y es que me enamoro cada vez más de Marya, Santa o no, de Trinidad, no Santísima pero sagrada sí (sí, con clave levinasiana): la quiero devorar, la quiero poseer y, he aquí mi mayor pecado, quiero vencerla, quebrarla, hacerla totalmente mía... pero cada vez que creo haberla vencido, ganando una batalla solamente, ella se multiplica y vuelve a crecer, vuelve a vencer. Y, aunque sé que no ganaré, sigo fatigando las batallas porque una esperanza me queda, pequeña e infame: vencer el miedo a despertar. Sé que ha de llegar el día de la noche porteña, faltalmente, y sé que tendré que abandonar mi ciudad... preferiría lamzarme al río, pero aún así, aún después esa muerte o de cualquier otra, como sea que se me conceda terminar con este tiempo, igual el día llegará.
Tanto es así que he olvidado dotarla de los rudimentos indispensables para describirla y, en resumidas cuentas, casi no tengo forma de escribir. Ni siquiera en papel, porque no le he puesto suficientes bancas (aunque sí muchísimos parques) y escribir de pie nunca ha contado entre mis más brillantes cualidades. No digo con esto, claro está, que Santa Marya sea un mal lugar, todo lo contrario. Es una ciudad generosa que se ofrece y se abre y se muestra, pero en demasía. Es imposible abarcarla, recorrerla. Las calles, al igual que el río y el valle, son descomunales. Cada defecto, Trinidad y Santa Marya lo colma con cualidades que, de tan grandes, pasan a ser mayores defectos todavía. Un ilustre visitante de la ciudad, de apellido Malraux (porque he dicho que la ciudad es mía y de mi invención, pero en ningún momento he pretendido que el lugar no tenga historia centenaria... o más añeja aún) decía que el tal M., ilustre viajero, comentó sobre esta tierra que "es la capital de un imperio que nunca existió". Y es cierto, no me tomaría la molestia de inventarle un imperio a quien no lo necesita. Esta cuidad ya es, en sí, todo el universo que se repite sin cesar, pavoroso, en agua y en tierra una y otra vez.
Decía también que no he podido evitar venir a confesarme a pesar del sueño -o gracias a él. Y es que me enamoro cada vez más de Marya, Santa o no, de Trinidad, no Santísima pero sagrada sí (sí, con clave levinasiana): la quiero devorar, la quiero poseer y, he aquí mi mayor pecado, quiero vencerla, quebrarla, hacerla totalmente mía... pero cada vez que creo haberla vencido, ganando una batalla solamente, ella se multiplica y vuelve a crecer, vuelve a vencer. Y, aunque sé que no ganaré, sigo fatigando las batallas porque una esperanza me queda, pequeña e infame: vencer el miedo a despertar. Sé que ha de llegar el día de la noche porteña, faltalmente, y sé que tendré que abandonar mi ciudad... preferiría lamzarme al río, pero aún así, aún después esa muerte o de cualquier otra, como sea que se me conceda terminar con este tiempo, igual el día llegará.
Puerto de Santa María de Buenos Aires 20070825 0355 - 11 Elul 5767 (Yom Shabbat)
Aucun commentaire:
Enregistrer un commentaire